Santo Rosario
Introducción
Como en otros tiempos,
ha de ser hoy el Rosario
arma poderosa,
para vencer en nuestra lucha interior,
y para ayudar a todas las almas. Ensalza con tu lengua a Santa María:
reparación te pide el Señor,
Ojalá sepas y quieras
tú sembrar
en todo el mundo la paz y la alegría
con esta admirable devoción mariana
y con tu caridad vigilante.
Roma, octubre de 1968 |
Misterios Gozosos
1. La Encarnación
del Hijo de Dios. |
No
olvides, amigo mío, que somos niños. La Señora
del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino... —Yo ahora no me atrevo a ser nada. Me escondo detrás de ti y, pasmado, contemplo la escena: El Arcángel dice su embajada... Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco? —¿De qué modo se hará esto si no conozco varón? (Luc., I, 34.) La voz de nuestra Madre agolpa en mi memoria, por contraste, todas las impurezas de los hombres..., las mías también. Y ¡cómo odio entonces esas bajas miserias de la tierra!... ¡Qué propósitos! Fiat mihi secundum verbum tuum. —Hágase en mí según tu palabra. (Luc., I, 38.) Al encanto de estas palabras virginales, el Verbo se hizo carne. Va a terminar la primera decena... Aún tengo tiempo de decir a mi Dios, antes que mortal alguno: Jesús, te amo. |
2. La Visitación de nuestra Señora a su prima santa Isabel. | Ahora,
niño amigo, ya habrás aprendido a manejarte. —Acompaña
con gozo a José y a Santa María… y escucharás
tradiciones de la Casa de David: Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén… Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá. (Luc., I, 39.) Llegamos. —Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista. —Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! —¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Luc., I, 42 y 43.) El Bautista nonnato se estremece... (Luc., I, 41.) —La humildad de María se vierte en el Magníficat... —Y tú y yo, que somos —que éramos— unos soberbios, prometemos que seremos humildes. |
3. El Nacimiento del Hijo de Dios en Belén. | Se
ha promulgado un edicto de César Augusto, y manda empadronar a
todo el mundo. Cada cual ha de ir, para esto, al pueblo de donde arranca
su estirpe. —Como es José de la casa y familia de David, va
con la Virgen María desde Nazaret a la ciudad llamada Belén,
en Judea. (Luc., II, 1-5.) Y en Belén nace nuestro Dios: ¡Jesucristo! —No hay lugar en la posada: en un establo. —Y su Madre le envuelve en pañales y le recuesta en el pesebre. (Luc., II, 7.) Frío. —Pobreza. —Soy un esclavito de José. —¡Qué bueno es José! —Me trata como un padre a su hijo. —¡Hasta me perdona, si cojo en mis brazos al Niño y me quedo, horas y horas, diciéndole cosas dulces y encendidas!... Y le beso —bésale tú—, y le bailo, y le canto, y le llamo Rey, Amor, mi Dios, mi Unico, mi Todo!... ¡Qué hermoso es el Niño... y qué corta la decena! |
4. La Purificación de nuestra Señora. | Cumplido
el tiempo de la purificación de la Madre, según la Ley
de Moisés, es preciso ir con el Niño a Jerusalén
para presentarle al Señor. (Luc., II, 22.) Y esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda. ¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios? ¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón. Un hombre justo y temeroso de Dios, que movido por el Espíritu Santo ha venido al templo —le había sido revelado que no moriría antes de ver al Cristo—, toma en sus brazos al Mesías y le dice: Ahora, Señor, ahora sí que sacas en paz de este mundo a tu siervo, según tu promesa… porque mis ojos han visto al Salvador. (Luc., II, 25-30.) |
5. El Niño perdido y hallado en el Templo. | ¿Dónde
está Jesús? —Señora: ¡el Niño!...
¿dónde está? Llora María. —Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. —José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también... Y tú... Y yo. Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé. Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar. Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!— disputando con los Maestros de Israel (Luc., II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial. |